Conjunciones

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​Conjunciones​ de Joaquín Dicenta


Las últimas notas de la orquesta acababan de perderse en el aire, y aún seguía su recuerdo acariciando voluptuosamente los oídos del público, como siguen acariciando el oído del amante, muchas horas después de pronunciadas, las frases de la mujer origen de su amor.

Había terminado el espectáculo, y la Marquesa, levantándose del asiento que antes ocupara, se dirigió hacia el fondo del palco y allí permaneció en pie unos instantes, sin aceptar el abrigo de pieles que le ofrecía su marido, como si quisiera poner de manifiesto ante los ojos de éste y ante los de Jorge (su más asiduo contertulio), todos los maravillosos encantos de su cuerpo; sus hombros redondos, su pecho alto, y bien contorneado, que se desvanecía formando deliciosa curva entre los encantos del corpiño de seda; sus brazos desnudos y frescos, su cintura flexible y sus espléndidas caderas, sobre las cuales se ajustaba para perderse luego en mil y mil pliegues caprichosos que apenas descubrían el nacimiento de unos pies primorosamente calzados, el rico vestido, hecho, más que para velarla, para realzar la estatuaria corrección de sus formas.

Los dos la miraban; el marido, el viejo y acaudalado prócer, con la satisfacción pasiva y moderada de la impotencia; el mozo, con la febril inquietud que pone en los ojos el deseo cuando la sangre es joven y la vida palpita en el organismo pletórica de energía y de poder. Ella sonrió satisfecha de aquel triunfo plástico; la sedosa piel del abrigo cayó sobre su espalda desnuda, y sólo quedaron al descubierto sus ojos negros, su nariz correcta, sus labios sensuales y el extremo enguantado de su brazo, que se apoyó en el de Jorge, mientras la Marquesa decía a éste con voz vibrante y acariciadora:

-Usted me acompañará hasta casa; el Marqués tiene una cita en el Ministerio.

-Sí -respondió el anciano.

Y los tres salieron del palco; ella apoyándose dulcemente en el brazo de Jorge; éste, envanecido con tal distinción, y el viejo, detrás, encendiendo un cigarro y siguiendo a la juvenil pareja con paso lento y trabajoso.

Cuando aparecieron en el foyer, todas las miradas se fijaron en ellos; las mujeres cuchicheaban en voz baja, mezclando a sus frases sonrisas epigramáticas y desdeñosas; los hombres reían también con más fuerza, con más descaro, y entre unos y otras se cruzaban palabras por este o semejante estilo:

-¡Vaya un grupo!

-¡Y él es buen mozo!

-¡Es claro! Se casó con el otro por dinero...

-¡Qué cinismo! ¡Es escandaloso!

-¡Pobre Marqués! ¡Está en Babia!

-¡Como que Babia es el pueblo natal de todos los maridos viejos!

-No es la primera.

-Pero eso de hacer gala de su falta, es insoportable... repugna.

Cualquiera que hubiese escuchado estas conversaciones, hubiera creído que los censuradores de aquel adulterio, volverían despreciativamente su espalda a los adúlteros; y, sin embargo, a medida que el grupo, origen de tan varia y justa murmuración, llegaba cerca de los que se ocupaban en criticarlo, las injurias cesaban, en todos los labios aparecía una sonrisa de afecto, los hombres se quitaban el sombrero, inclinábanse las mujeres cortésmente, y palabras cariñosas de A los pies de usted, Marquesa. Adiós, Jorge. Hasta mañana, querida oíanse al paso de la gran dama, que con la frente alta, provocadora la mirada y atrayendo hacia sí al cómplice de sus traiciones, atravesaba orgullosa por delante de todos, luciendo las galas que habían arrojado sobre su cuerpo las debilidades de un viejo, y el amante que supo conquistarse con el incontrastable poderío de su hermosura.

-Adiós -dijo la Marquesa, despidiéndose de su marido, para subir al carruaje, seguida de Jorge.

-Adiós -repuso aquél.

Y se quedó mirando partir la lujosa berlina, en pie sobre la acera y mascando el cigarro que se desvanecía en espirales de humo, mientras la Marquesa, oprimiendo entre sus manos las de Jorge, y volviendo hacia él su rostro henchido de promesas y de deseos, murmuraba a su oído con acento apasionado y febril:

-¡Jorge mío, qué dichosa soy a tu lado!...

El carruaje llegó a la puerta del palacio donde residían los Marqueses. Junto a aquella puerta, arrebujado el cuerpo en un mantón de puntas, con un pañuelo de seda caído sobre los ojos, la cara pintarrajeada y el ademán grosero y desenvuelto, había una mujer, una mercenaria del arroyo, una de esas mercenarias del vicio que se venden en la sombra, como temerosas de que la luz, mostrando sus miserias, disminuya su precio; una de las muchas víctimas que el hambre, la ignorancia y el abandono arrojan en medio de la calle, y que mendigan un pedazo de pan cuando brindan con placeres al transeúnte.

Aquella mujer se detuvo para hablar con alguien a tiempo que el coche de la Marquesa paraba frente a los umbrales del palacio y el lacayo abría, sombrero en mano, la portezuela.

-Hasta mañana -repuso la voz del joven desde el interior del carruaje.

Y la Marquesa, saltando ligeramente al suelo, envuelta en pieles y sedas, tropezó con la miserable aventurera que la obstruía el paso. Las dos se miraron; sus rostros, iluminados por los amarillos reflejos de un farol, se hallaron frente a frente, pintarrajeado y repugnante el uno, hermoso y atractivo el otro; el hombro de la aventurera rozó el cuerpo de la gran señora, y ésta, retirándose con asco, penetró en el anchuroso zaguán, exclamando en voz baja:

-Estas mujeres están en todas partes. Debía procurarse que no tropezaran con ellas las personas decentes.