cohiba los pujos expansivos de nuestras íntimas emociones.
Difícil será que volvamos á presenciar un espectáculo tan grandioso, tan espléndido como el que ofreció el hemiciclo del Palacio de la Industria el domingo último, en el solemne momento de la clausura de la Exposición.
Ondulante hilera de transparentes faroles japoneses festoneaba el dilatado pórtico, destacando sobre el fondo oscuro una guirnalda de luz roja. Las lámparas eléctricas irradiaban su blanca luz sobre la apiñada muchedumbre, cuya masa, vista en perspectiva, reproducía los declives y altibajos de la gran plaza. De pronto, la campana del templo de la Ciudadela rasgó el aire con repiqueteo de fiesta. Encendiéronse como por ensalmo fulgurantes bengalas rojas en lo alto de las torres que flanquean el hemiciclo, y á lo largo de la gran fachada del pabellón central y en las ventanas de los dos pabellones que le cierran por la parte de la plaza de armas. Asomaron por detrás del pabellón regio, ascendiendo lenta y majestuosamente, diez ó doce grandes globos aerostáticos con sendas bengalas encendidas. Un rojo resplandor de apoteosis alumbró el ancho espacio. A la vez, la gran masa coral é instrumental colocada al pie del pabellón central rompió en las majestuosas notas del Himno á la Exposición. Necesitábase ser de piedra ó de hielo para no sentirse emocionado por la grandiosidad del espectáculo, el mayor, el más espléndido que hemos podido contemplar los barceloneses hasta el día de hoy, y que, con dificultad, veremos reproducido en mucho tiempo. ¿Cómo creer que en aquel instante habían
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Aparença
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