Llegasteis vos, señor, y no sé qué dijeron á vuestra alma aquellos sitios agrestes, testigos un tiempo de los arrobos del asceta y de las meditaciones del filósofo. No sé qué visteis en aquellos peñascos severos suspendidos en las pendientes, como deseosos de rodas por ellas para bañarse en las profundidades del mar, que ciñe de espumas las sinuosidades de la costa, y llena el espacio de misteriosos sonidos; en aquellos encinares vetustos que, cual ricos alquiceles de verdes matices, cubren las espaldas de las laderas. Lo cierto es que os enamorasteis de Miramar, y que poseído quizás del deseo de espaciaros en la amenidad de sus perspectivas, de dar descanso al ánimo ante el augusto espectáculo de aquella naturaleza florida y exhuberante, hicisteis vuestro el santo cenobio de que la incuria de seis siglos sólo había dejado algunos restos. Tal vez entre ellos imaginasteis todavía, errante y misteriosa, la sombra de aquel portento; del que monje y laico á la vez, razonador y poeta, enseñó, apartado del muno, á sus discípulos escojidos el Arte nueva de encontrar la verdad, y
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Aparença